Smaug y Alicia

—¿Y este dragón?—, preguntó la pequeña Alicia, sacudiendo con el antebrazo el polvo de una pieza que había hecho hace algún tiempo, y que casualmente apareció mientras me ayudaba a reorganizar los estantes con pinturas, estiques, pinceles y accesorios varios.

Es Smaug; sin duda, el favorito de mis mostros. Omnipresente, recurrente y seguro de sí mismo; sabía perfectamente cómo convertir el espacio en una parábola para arrastrarlo todo hacia sí, el punto más débil dónde tocar para tirar abajo cualquier fortaleza, cómo causar un incendio dantesco exhalando una llamarada mínima. Invencible, infranqueable. Siempre un paso adelante de todo intento por vencerlo, siempre invulnerable a todo ataque conocido. Fascinante, de verdad.

—Pero, ¿un dragón?— interrumpe Alicia. —Nunca han sido tus criaturas favoritas; o al menos no que yo sepa. ¿Cómo fue que éste sí lo consiguió?

La verdad es que a mí tampoco me llamaban mucho la atención. Encontraba aburridas e innecesariamente largas todas esas historias de lugares y seres fantásticos con nombres raros, edades inverosímiles, y rivalidades de casta antiquísimas. Pero casualmente me enteré de que Smaug guardaba celosamente un secreto. Intenté descubrirlo, y casi sin darme cuenta, se volvió una suerte de desafío. Pero siempre terminó siendo más difícil de lo que creí. Fracasé recurrentemente intentando desde lo ridículamente básico, hasta lo jodidamente complejo; incluso en aquellos momentos en donde pensaba en renunciar, se paseaba desafiante, por el borde del hechizo que le protegía. Me hacía creer que ahora sí, estaba a mi merced. —Venga. Una más. Esta es la ocasión que esperaba; nada puede fallar ahora. Una y mil veces me hacía esa finta, mil veces y dos más, me la tragaba. Alicia escuchaba con atención, y me sirvió otra taza de té. Así que proseguí con mi relato...




En ese momento de mi vida, mi armadura se había vuelto tan pesada que simplemente no podía cargarla, así que opté por deshacerme de ella. El sol vespertino alargaba mi sombra, y yo yacía arrodillado frente al foso que resguardaba su castillo, con la garganta reseca, y mis gritos que no encontraban eco; aún me hallaba renuente a aceptar la idea de que estando así de cerca, era lo más lejos que habría de llegar. Había llegado, sí. Pero no tenía la llave. Nunca antes me sentí tan vulnerable e indefenso. Tuve mucho para reflexionar durante el camino de regreso, y mientras modelaba esta réplica de Smaug.



(1)

Smaug es un dragón enorme, que dominaba desde hacia mucho tiempo una pequeña aldea de la que por azarosas circunstancias yo me había vuelto morador, así que no hacía falta indagar mucho para enterarse de eso. Aunque en principio me era ajeno e indiferente, además de verlo surcar los cielos, le escuchaba mencionar por doquier. No supe sino hasta después de cierto tiempo, que el feroz dragón no era sino el medio del que se valía Mebh, la poderosa hechicera para gobernar desde su castillo.

La torre era tan alta y tan grande, que uno podía notar su presencia desde prácticamente todos los confines del lugar. Como artesano de profesión y mago amateur que soy, me costaba trabajo sacar de mi cabeza la imagen de la ventanita donde Mebh se asomaba de cuando en cuando, dejando entrever destellos de su magia. Claro que tenía ganas de conocerla. Pero nunca intenté realmente nada para lograrlo. Fue ella quien se me apareció de repente.

Apenas establecí mi taller, la gente comenzó a adquirir mis piezas. En aquel entonces, no había demasiados artesanos en el pueblo, así que de boca en boca, Mebh se enteró de mi trabajo. Mientras, yo también fui escuchando las historias que sobre ella contaba la gente mientras me esperaba a que le terminara de confeccionar sus piezas. Algunos hablaban de una maga bondadosa y justa, otros de una tirana implacable y voraz; todos los relatos, empero, coincidían en lo misteriosa que era. No puedo negar que sentí algo de miedo la primera vez que Smaug llamó a mi puerta para anunciar que Mebh tenía algún encargo para mí.

Aprendí pronto el ritual. Primero tosía un par de llamas hacia el cielo; entonces, el enorme saurio alado acercaba cuidadosamente la cabeza a mi ventana, y exhalaba por uno de los huecos de su nariz un humo gris que, paulatinamente iba tomando la imagen de Mebh, quien cortesmente saludaba, y me describía exactamente lo que quería en cada ocasión. Así, y durante algún tiempo, fabriqué todo aquello que solicitó. El mismo cuidado y esmero que usaba al crear mis piezas, lo empleaba en escuchar su conversación, tratando de no perder detalle. ¡Había tanto que aprenderle! Conforme me fui ganando su confianza, me fue enseñando algunos trucos. Magia básica, digamos. Algunos hechizos de aparición y desaparición, y cosas igualmente simples. Pero yo deseaba algo más. Anhelaba conocer el secreto de su magia. Soñaba con ser un mago de verdad.

La verdad es que siempre dudó. A mí me entusiasmó tanto el escuchar que accedería a revelarme la clave de un secreto que guardaba tan celosamente, que no presté atención a la actitud dubitativa de Mebh. Supuse que era que me estaba poniendo a prueba; sé que las cosas que en verdad valen la pena no son sencillas, así que superé cada reto, resolví cada acertijo, hice lo indecible con tal de sentirme merecedor de semejante revelación. Pero ésta simplemente no llegaba. Comencé a impacientarme toda vez que respondía con evasivas. Y cuando se sentía acorralada con mis preguntas, simplemente desaparecía. Su presencia se me había vuelto tan cotidiana, que por momentos era fácil olvidarse de lo áspero de la realidad: siempre hablé con ella a través del hilo de humo brotando de la nariz de Smaug.



(2)

Intenté abandonar la idea de ser mago en más de una ocasión. Pero para entonces ya se me había vuelto una obsesión. No soy alguien ni arrebatado ni de decisiones apresuradas, pero las circunstancias me fueron orillando a hacer un último intento. Hipotequé mi taller para adquirir una armadura y algunos pertrechos, e iniciar la travesía final. No me detendrían bosques, montañas ni desiertos; llegaría al Castillo de Mebh, para verla sin hechizos de humo, sin Smaug de por medio. Y al llegar, ¡oh sorpresa! No había dragón, pero tampoco había hechizo o hechicera alguna. El lugar estaba desierto.

Los siguientes meses fueron un dragón estacionado en la ventana de lo que solía ser mi taller. Yo permanecía atrincherado, pero alcanzaba a mirar por los entresijos de la ventana la luz de las llamas y el humo. Era demasiado denso como para no notarlo. Así que abrí de nuevo. ¿Qué rayos hace aquí? ¿Por qué sigue apareciendo? Mebh aseguraba haber evolucionado, mientras yo me estancaba en hechizos menores. Por momentos dejaba abierta la ventana, por momentos la cerraba. De todas formas mi casa estaba llena de humo. Su risa que antes era música, se volvió un zumbido insoportable. Lo que antes percibía como un perfume, terminó por convertirse en un hedor asfixiante.

Alicia suele aparecerse por mi taller de vez en cuando. Últimamente ha estado más ocupada de lo que solía, pero no por ello ha dejado de visitarme. Durante mi relato, estuvo pasando sus dedos por las escamas despostilladas y espinas rotas de la pequeña figura de Smaug, e inquirió:

—¿Por qué conservas este Dragón, entonces? ¿Es una forma de recordarte lo que no pudo ser?

Algún tiempo lo fue. De hecho, en más de una ocasión estuve a punto de arrojarlo contra la pared para que estallara en mil pedazos. Pero algo me detuvo siempre. Fue algo en lo que trabajé mucho. Fue recorrer el camino amarillo, y encontrarme con que no había Mago de Oz. Una parte de mí se halla en cada detalle de esa pieza, y tiene parte de la magia que aprendí en ese tiempo. Lo conservo para recordar que siempre puedo chocar mis talones, y volver a casa.

—Bueno, la magia está en muchas partes— dijo, mientras colocaba la figura en una de mis repisas, y se llevaba a la cocina las tacitas de té vacías. —¡Y en este momento, por suerte estás en casa!—
—Casi es hora de irme. El conejo blanco no debe tardar mucho en pasar— se excusó Alicia. —¡Gracias por todo!— Tomó de un sorbo su bebida mágica, y desapareció dejando una estela luminosa tras de sí. —No, gracias a tí, Alicia. Gracias por traerme de vuelta al país de las maravillas. :)

2 comentarios:

Yadizz dijo...

Me gusto, tiene un transfondo muy intimo que te ah hecho lo que eres ahora y sobre todo, de vuelta al país de las maravillas!

Me encanto esa frase, tiene un contexto que ojala y yo misma pudiera tomar como propio. :)

marygg dijo...

Tu historia en un cuento mágico, de grande quiero ser como tu, ser capaz de expresarme con palabras grandielocuentes como tu.

Por cierto que para mi era el humo del dragón el que no te dejaba ver con claridad, como que todo lo transformaba a su alrededor.