Cuentas

Sigo sin digerir del todo el concepto de la «deuda emocional». Como si el ROI del entusiasmo tuviera que ser mensurable. Me asusta lo manipuladoras y obsesionadas con el control que suelen ser las personas que manejan esa clase de contabilidades. «Como yo te amé, como yo te di, como yo confié, como yo te idealicé, como yo puse mis expectativas, como yo puse todo esto en el haber, tú me debes exactamente lo mismo, todo bajo mis reglas de medida, esquemas y parámetros». Así es como se hace uno de las deudas impagables. Así es como dejan de amarte, pero no te sueltan por lo mucho que les debes. Y si no lo pagas dando cada rédito que su capricho y conveniencia dicte, entonces deberás hacerlo a través del fracaso y el sufrimiento. No puedes gastar tu felicidad en otra cosa, porque —de algún modo— se las debes. No puedes hacer nada que te haga bien, porque eres acusado de moroso o de traidor. Porque esa es su versión del equilibrio, porque es el único modo en que les cierra su balance. No hay otra manera de quedar a mano.

Lo peor del caso, es que hay un momento en el que empiezas a creértelo. Llegas a sentirte mal contigo mismo, llegas a cuestionarte tus propias cuentas y emociones. Te comienzas a sentir deudor e insuficiente. Y comienzas a hacer grandes sacrificios que terminan siendo abonos insignificantes sobre los intereses moratorios de una deuda que ni sabes bien cómo contrajiste. Según la lógica de la microeconomía emocional, lo primero que uno supone es que el ahorro va a sacarte adelante. Pero resulta que el bienestar tiene fecha de caducidad, así que no puedes guardártelo para un mejor momento. Entonces inviertes. Inviertes en quien no te exige renunciar a nada, en quien no te obliga a prometerle rendimientos, en quien entendió que la certeza está en confiar en uno mismo, en quien sabe que los sentimientos no se llevan bien con el frío anonimato en los esquemas.