Identidad

La diferencia de edades puede convertirse en un abismo cuando eres demasiado joven. Después no son los años, sino todas las bifurcaciones que la vida nos plantea en momentos diferentes.

Si de algo estoy convencido después de todos estos años es de que la amé. La amé profundamente, la amé como sólo es posible amar cuando todavía no tienes tus prejuicios bien desarrollados, como cuando sabes que el cielo está allí tan al alcance de tus sueños. Sentí necesidad de decírselo. Sabía que tenía que hacerlo, es sólo que no sabía cómo. Lo estuve pensando un par de semanas, hasta que al fin tomé el teléfono, y la llamé. Y tras el tedioso protocolo de obligada cortesía se lo solté.

Quizá no elegí correctamente las palabras, quizá el nerviosismo desarticuló por completo mi discurso. Tengo la certeza de que ella sonreía todo el tiempo que duró mi balbuceo. ¿Ustedes han escuchado alguna vez una sonrisa? La voz se torna sutilmente más aguda, los silencios se hacen menos densos, el aire pasa a través de los labios de un modo distinto, no sé. No sabría explicarlo bien. Como sea, me escuchó con atención antes de interrumpirme con dulzura. Aquello no podía funcionar. Yo tenía 8 años y ella 14, que tal vez eran demasiados. No sé que tan en serio pudo haberse tomado mi declaración, pero respondió con una gentileza y una dulzura con la que no volví a ser rechazado nunca. Fue como si hubiera envuelto mis palabras en periódico para dejar que maduraran.


No supe más de ella luego de algunos años. Sólo sé que su nombre se me quedó grabado en lo más profundo e inocente de mi amor. Siempre tengo una sonrisa para cada vez que pienso en ella. Tampoco es casualidad que mi primera hija lleve un nombre igual al suyo.