Inesperado

Luego de diez años, tomé el teléfono y le llamé.

Desde luego, pareció sorprendida, aunque no tanto como yo lo habría estado. Dicen de los duelos que tienen la particularidad de quedarse exactamente donde los dejaste, no importa cuánto tiempo los hayas evitado. No importa cuánta maleza haya crecido alrededor de ellos, siempre se quedan como están. Pero algunos crecen, maduran y están listos para caer del árbol. Sólo entonces es posible recoger sus frutos.

Conversamos tal vez una hora. Sin reproches ni preguntas, como dos viejos amigos de esos para los que no existe el adiós sino la intermitencia. Luego otra, y luego otra. Siento que el año pasado lo pasé hablando de lo mismo, así que puedo decir que platicarlo en un contexto «virgen» fue más que refrescante. Es curioso cómo a veces los años que parecen tan largos, caben bien en apenas un puñado de palabras.

El cuento es que sí. Que en algún momento, tocamos las orillas de esos años. De lo que nos dijimos la última vez que hablamos. De que el perdón entre nosotros no iba a llegar nunca, y que lo mejor era aprender a vivir sin él con lo que fuera que siguiera. Pero el perdón es como el amor. No es algo que uno decide a quién y en qué momento darlo, ni de quién, cuándo o cómo recibirlo. El perdón no es algo que se otorga, sino algo que sucede y que libera. Y no tiene nada que ver con el olvido, porque el olvido sólo devora aquello que no había necesidad de perdonar.

Luego de diez años, puedo hablar de esto sin metáforas ni analogías. Puedo visitar el recuerdo del dolor sin que me duela, sin que me rasgue o me despierte cosas. Puedo quedarme a vivir en todo lo bonito que creció tras el incendio. Y celebro mucho eso. Luego de diez años y dos días, volví a llamarle porque me quedé con ganas de contarle cosas. Y ella se quedó con ganas de escucharlas desde la persona que es ahora, y no la que fue en aquellos días. Y me tendió una mano mientras me explicaba que también es de valientes aceptar que necesitas ayuda. Sigo pensando que eso de la «deuda emocional» es una pendejada. Uno puede elegir siempre a las personas no importa cuánto se hayan equivocado o te hayan lastimado en el pasado. Uno puede elegir ir por la vida desconfiando, o aprender que hay cosas que suceden a su ritmo, a su tiempo y a su modo. No estoy «reencontrándome» con una persona. Estoy aprendiendo que, por más que uno tenga la certeza de que es el agraviado, el perdón es un regalo de la vida, y que para recibirlo hace falta muchísima humildad.

2 comentarios:

Armando Colina dijo...

Siempre dando en el clavo.

Aunque para mi eso del perdón es muy difícil.

Genrus dijo...

Es que es justo eso. No es algo que uno decida, o que uno elija. Es más bien el perdón quien nos elige a nosotros, y no siempre es fácil verlo. Yo creo que por eso celebro tanto que haya ocurrido.