Onírica

La mujer de mi sueño habita en un palacio lleno de plantas. Hay toda clase de espejos y barrocos de herrería, pero lo que resalta es la vegetación cuidadosamente dispuesta. La maleza que esconde casi todas las líneas rectas y marea con sus meandros caprichosos. Usa una túnica de un azul o un amarillo demasiado pálidos como para distinguirlos con la luz que se filtra a través de la vegetación. Estoy acostado en algo que parece un futón enorme y redondo, y ella yace sobre mí. Tiene sus codos apoyados en mis hombros y me habla bajito de cosas a las que no consigo prestar atención por estar mirándole las tetas.

Ella se levanta y pasea por la habitación. Corre las cortinas y la ráfaga de luz que entra dibuja un Mucha con su silueta y el barroco de hojas y metal que hay en el fondo. Se queda mirando un momento al infinito, se marcha. Me levanto tras ella y la persigo a través del laberinto de flores y de hojas que se extiende por doquier. Se hace más grande a cada paso. No importa cuántas veces gire hacia qué lado, los senderos siempre se bifurcan y el espacio entre paredes es cada vez más exiguo. Me rindo, me detengo, tomo un respiro. Pongo atención en las hojas perennes, en los tallos, en algunos diminutos brotes blancos. De súbito, escucho un grito, y me dirijo hacia él.

Llego a una habitación que es un Caravaggio, o un Velázquez. Permanezo en el marco de la puerta. La mujer de mi sueño está acostada. Sudando, semiconsciente. Hay varias mujeres traídas de esos cuadros rodeándola para atenderla. Le cambian el trapo húmedo de la frente, le aplican algún ungüento en los pies. Puedo verle la mano. Lleva puesta la sortija que compré para darle. Para decirle que se quedara, que nos quedáramos, no importa dónde. Es sólo que no consigo recordar cuándo se la di. Una de las mujeres nota mi presencia y se dirige hacia mí. Me dice con una amabilidad de óleo seco: —es mejor que te vayas. Ella necesita descansar. Está embarazada—, justo antes de cerrar la puerta del sueño y dejarme afuera.

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