Un segundo (aniversario)

Es esta la peor cocinada de mis bitácoras. Nunca pude controlarle la intensidad a la llama; algunas entradas quedaron completamente crudas, otras demasiado quemadas, algunas en un insípido término medio. Siempre he tenido que reunir algo de saliva antes de escribir cada entrada. He debido rumiar incansablemente muchos post, y aún así no logré digerirlos. Otros simplemente se escaparon, como se escapa un grito, como se escapa un suspiro.

No es que no me hubiera dado cuenta; pero llegado a este punto, no puedo sino detenerme a pensar en el tiempo transcurrido desde que puse la primera entrada en este Blog. Pienso en todas las metáforas apresuradas, que poco a poco se volvieron alegorías recurrentes, y terminaron volviéndose personajes hechos y derechos; unos más efímeros que otros. Algunos entrañables, algunos perecederos, inconexos e inconclusos. Algunos incómodos, bastante. Pero también otros reivindicadores, casuales y generosos.

He aquí un breve recuento de ellos...

Cuando decidí seguir al conejo blanco, y me ví de pronto cayendo dulce y lentamente hacia un mundo desconocido, muchas imágenes pasaban a mi lado; confusas y fascinantes. Había tanto qué ver, tantas cosas nuevas, que creo que nunca pude describirlas, sino simplemente mencionarlas conforme iban apareciendo.

Cuando puse pie en tierra firme, un desierto enorme se extendía frente a mis ojos. Como lo hermoso del desierto es que en algún lugar oculta un pozo, ni tardo ni perezoso decidí recorrerlo. No fue sencillo, claro. Cuando llegué al pie del castillo, me detuve justo frente al foso, y ví la estatua de San Jorge vuelta cenizas ante el olvido del dragón, ví que no iba a poder llegar más lejos. No podría atravesar nunca la muralla, y supuse que el viaje había terminado. ¡Cuán equivocado estaba!

Pero en ese momento, no quedó más remedio que volver sobre mis pasos. En medio de ese desierto infinito, una solitaria caseta telefónica, con una estatua dentro. Penélope esperaba pacientemente una llamada del destino. Incluso sus lágrimas estaban petrificadas. Vino la noche, y el desierto se volvió helado. La tormenta comenzó despiadada, y en más de una ocasión pensé en dejar que simplemente me arrastrara.

Caminé medio perdido, sin embargo, buscando refugio. Allí me encontré con el agonizante oso polar que enseña geografía, y que también se había perdido en ese mismo desierto. Pensé entonces que tarde o temprano aparecería una serpiente a morderme, y con su veneno traerme de regreso. Pero antes de que la escena del oso y su languidecencia consiguiera deprimirme, apareció Un león con Cenicienta dentro. Quizá el más raro de todos los personajes que conocí en ese momento, pero también el más sensato. Va de nuevo su historia: Cenicienta un día, harta de 'vivir feliz para siempre', decidió escapar al mundo salvaje, y casi como era de esperarse, un león se la comió de un bocado. Pero Cenicienta aprendió a vivir dentro del león, y ahora se pasea por el desierto, extrañando y deleitando a propios y extraños. A la mañana siguiente, con un cielo tremendamente azul, y un camino lleno de espinas, camié durante horas. El recorrido me llevó hasta muy cerca de la costa, justo antes de caer la tarde. Habiendo perdido un poco mi capacidad de asombro, por un momento estuve allí, junto con todas las piedras que miraban el mar. Que contemplaban el eterno beso que humedece la arena, que esperaban pacientemente como a que el mar les regresara algo que les había quitado. Otra vez sentí ganas de dejarme guiar por el canto de las sirenas; de internarme mar adentro y simplemente naufragar.

Arremangué mis pantalones, y avancé un par de pasos. El agua mojaba mis rodillas y poco a poco iba enterrándome en la arena. Todos los castillos se volvían humo. Todos los cimientos de carbón se extinguían lentamente. Al lado mío, Alicia, indiferente, miraba un mapa del horizonte, y Belgrado mojaba sus piedras extrañando el Danubio, con una tristeza infinita. —Hace algún tiempo que estuve perdida por aquí,— susurró Alicia. —Y créeme. No es un buen lugar—. Entonces tomó mi mano, y nos fuimos hundiendo más y más en la arena. Estaba muy asustado. La abracé lo más fuerte que pude. Caímos.

Cuando salimos al otro lado del reloj de arena, respiré con cierto alivio, y comprendí un poco más la situación. Por primera vez noté el tiempo transcurrido. Pude simplemente haberme ido y decidido no mirar atrás, pero decidí esperar. Decidí esperar a que se cumpliera el plazo, y que los últimos granos de arena de ese gigantesco reloj caigan. Ya no falta mucho. Aprendí mucho de ese viaje. Por ahora, sólo me aterra despertar, y que el dinosaurio siga allí. Aunque sea parte de otro cuento infinito.

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