A lo largo de esta bitácora, aprendí a conocer a casi todos esos caprichos del inentendimiento a los que cariñosamente llamo mostros. Uno a uno fueron encontrando su lugar en cada cicatriz de la piel de la memoria. Y desde ahí es de donde suelo saludarlos con cariño, como a viejos conocidos. Lo bonito del dolor es que siempre es el mismo, no importa la forma que tome. Por eso es fácil no sólo distinguirlo, sino reconocerse en él y abrazarlo cuando hace falta. Es que —por paradójico que suene— las cosas no terminan cuando dejan de doler, sino cuando duelen como a ti te gusta.
La cosa es que los más recientes días, ha estado conmigo un mostro al que no estoy habituado: uno que me dice que algo estoy omitiendo, que las cosas no pueden estar tan bien como parecen, que la vida es un asunto frágil y que todo por servir se acaba.
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