Quicio

Veo que mi tristeza no está ni cerca de marcharse. La escucho, la acompaño, pero no puedo ocultar mi hastío. Y eso parece gustarle, porque arrecia apenas intento poner mi atención en otra cosa. Llegó hace unos meses, se quitó los zapatos y subió los pies al sofá. Hurga en mi alacena y mi refrigerador. Me descompone las cosas, me las cambia de lugar. La gente alrdededor mío insiste en que la eche, en que no es justo tenerla ahí, quitándome el espacio, rompiéndome la espalda y drenando mi energía. Pero no es tan fácil como parece. Se levanta temprano conmigo, me sigue al trabajo, a la hora de la comida, al tráfico de la tarde. La miro por el retrovisor. Entre mis manos, los ratos que no puedo más y hundo mi cara en ellas. En la solapa de mi saco, en mi hombro, en mi almohada. Y así es un día tras otro tras otro tras otro.

He planeado echarla, sí. Sacarla con cuidado cuando duerme y luego cerrarle la puerta con seguro. El problema es que hay una persona con nombre, avatar, arroba y apellido bajo el quicio de esa puerta. Ya ni siquiera cuento cuánto lleva allí, pero por lo que veo no va a quitarse pronto, porque adentro hace mucho calor y afuera demasiado frío. O quizá es al revés. El asunto es que está jugando con la hoja, y yo ya estoy cansado de escuchar llorar a las bisagras.

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