Cenicienta, de nuevo.

Si algo disfruto mucho de Matilde, es que suele ser muy constante con sus alegorías. Ya me había detenido con la magia de la humilde muchacha, que un día decide librarse de las ataduras, y huír a un mundo salvaje que terminó devorándola.

Quizá algo que no contemplé, es que la chica volvería, a hablar con eco, a seguirme contando sus historias, a volvérseme un mostro más, otra vez prestado...


Cenicienta habló desde el interior del león. Como en los cuentos que perduran, el hecho de que alguien sea brutalmente engullido, no necesariamente implica su muerte. Pero en ese momento, estaba yo muy distraído, ocupándome de mis cavilaciones, cuando apareció allí, de la nada. Algo magullada, algo maltrecha (quién sabe qué periplos habría pasado), caray... hasta morada se veía. Pero con una seguridad inquietante, me dijo desde el interior del león, que allí estaba. Que se negaba a dejar de existir, y que sólo había pasado a saludarme. ¡Vaya! Ahora estoy tan loco, que ya escucho voces en el interior de las fieras, —pensé—. Pero de inmediato Cenicienta me tranquilizó diciéndome nada, diciéndome cosas vagas, pero como aclarándome que iba a seguir deambulando por allí un rato más.

No estoy seguro, —repliqué algo agobiado—. La verdad es que las cosas han cambiado desde entonces. Ya no espero ansiosamente contar las campanadas, para esperar a que la magia inicie. He debido marchitarme un poco. Hubo días en los que pude sentirme morir lentamente, y de pronto, la cegadora luz del día me decía que no. Creo que terminé por acostumbrarme, y cada vez me cuesta más trabajo ver las lucecillas en la penumbra. Pero Cenicienta, siguió como si nada, allí. Al lado mío. Y yo, distraído tal vez por el ronroneo del león en el que ahora habita, me quedé divagando (otra vez) en que el desierto es un sitio muy lejano y muy extraño de entender.

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