Del lugar de la tristeza

Le cuento a la niña de 8 años que está de pie junto a su bicicleta:

Sé que no es lindo estar triste. No voy a decirte que no lo estés. ¿Sabes? Yo tenía tu edad cuando unos gandallas de mi escuela me arrojaron al tambo de basura del patio. Eran más grandes que yo y eran 4. Intenté resistirme como pude, pero pronto me di cuenta que no iba a funcionar, así que desistí. Cuando se marcharon, yo estaba de cabeza dentro del bote y por un momento me sentí como si ese fuera mi lugar. Que de algún modo yo «merecía» estar ahí y que no valía la pena moverse. Creo que así es como funciona la tristeza. De pronto te tiene de cabeza, a oscuras y sintiéndote culpable. Unos minutos después decidí salir. Me costó un poco de trabajo, pero lo logré. ¿Y sabes a qué conclusión llegué después de este episodio? Que aunque no es bonito y mucho menos cómodo, la tristeza es un lugar que nos acerca a nosotros mismos y de ahí nos hace fuertes.

Me acordé de ese episodio conforme se lo fui narrando. No sé si traerlo a cuento me funcionó mejor a mí o a ella. Lo que digo es que a veces adentrarse hacia ciertos lugares de la niñez puede ser de mucha ayuda. Desde ese día, pienso mucho en esa niña cada vez que yo me siento triste. Y ella no lo sabe, pero me acaricia las mejillas sin soltar las manos del manubrio.